Crónica

Jorge Orozco Flores

En la penumbra del amanecer del 12 de agosto de 1980, cinco autobuses avanzaban en silencio por la carretera hacia Mazatlán. Dentro, 150 cuerpos atados con cuerdas por la espalda yacían sedados, apenas moviéndose bajo la vigilancia de rifles y pistolas reglamentarias. Entre ellos, dos mujeres —sentenciadas a cárcel— compartían el mismo destino: un traslado que prometía trabajo en hilados y salinas, viviendas sin rejas y, tal vez, la llegada de sus hijos. El convoy fragmentado, escoltado por patrullas, dejaba atrás Morelia en la oscuridad.

Cuauhtémoc Cárdenas

Antes, el 4 de agosto de 1980, el Congreso del Estado de Michoacán declaró la validez de las elecciones celebradas el 6 de julio anterior. Los diputados declararon gobernador constitucional para el sexenio 1980-1986 a Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano.

Según el cómputo oficial, Cárdenas Solórzano obtuvo 521,989 votos, lo que representó el 94.3% de los sufragios emitidos. El candidato había sido postulado en coalición por el PRI, el PPS y el PST.

Frente a él compitieron tres candidatos de oposición. Adrián Peña Soto, abanderado del PAN, alcanzó 15,716 votos. Alfonso López Camacho, del PDM, recibió 11,029 sufragios. Antonio Franco Gutiérrez, del Partido Comunista Mexicano, obtuvo 3,453 votos.

Con esta declaración, el relevo político quedaba sellado. Cárdenas Solórzano tomaría posesión el 15 de septiembre, cerrando el ciclo de Carlos Torres Manzo, abriendo el nuevo periodo en un contexto donde la aplastante mayoría obtenida por el ingeniero reflejaba, ante todo, la hegemonía del sistema partidario dominante.

Carlos Torres Manzo

El 30 de agosto de 1980, Carlos Torres Manzo compareció por última vez ante el Congreso del Estado para rendir su sexto informe de gobierno. El salón estaba lleno: representantes federales, gobernadores invitados, dirigentes obreros, campesinos, empresariales, presidentes municipales y, en lugar destacado, Jorge Díaz Serrano, director general de Petróleos Mexicanos, enviado personal del presidente de la República, José López Portillo.

Torres Manzo asumió la responsabilidad plena de su sexenio. Fue breve en la exposición oral, pero entregó un documento detallado con anexos que registraban la obra realizada desde septiembre de 1974, cuando recibió el gobierno de Servando Chávez Hernández. No buscó juzgar su propia gestión: “Lo realizado está a la vista”.

Con tono sereno, pero categórico, rechazó cualquier sospecha de abuso de poder. “No podrán acusarnos en ningún caso de utilizar el poder que el pueblo nos confió para cometer arbitrariedades. Tampoco usamos el poder en provecho propio o para enriquecer familiares, amigos o camarilla alguna”. Insistió en que su gobierno optó por la aplicación de la ley aun a costa de la impopularidad momentánea, renunciando al aplauso pasajero. “Siempre hemos confiado en que el tiempo aclara posiciones, quita caretas y pone a cada quien en su lugar”.

Torres Manzo enfatizó que nunca concibió el Estado como patrimonio personal. “Dije y lo repito y ya es tiempo de que los michoacanos lo confronten con los hechos, que nunca pensé ilusoriamente que el Estado era patrimonio personal y que no intervendría ni abierta ni solapadamente en la decisión que el pueblo tomara para sucederme. Y no intervine de ninguna manera”.

Al concluir, agradeció a los medios de comunicación michoacanos, en especial a los periodistas, “quienes todavía no han envilecido su oficio”. “¡Que digan ellos si alguna vez les sugerimos que lanzaran una mentira o que imprimieran una ofensa contra algún michoacano!”, exclamó.

Sombras del orden

En ese mismo mes de agosto, las dos mujeres que purgaban prisión en Morelia esperaban vivir con sus esposos en las Islas Marías hasta el final de su condena. Sabían que, de concretarse el traslado, las tres condiciones se cumplirían al mismo tiempo: seguirían cumpliendo la sanción penal, vivirían en el mismo espacio isleño que sus cónyuges y, si las autoridades lo autorizaban, sus hijos podrían acompañarlas a las Islas Marías. Era continuidad del castigo en otro escenario.

Aquella madrugada, alrededor de las once de la noche, las autoridades del gobierno de Michoacán seleccionaron de manera sorpresiva a 150 internos del Centro Penitenciario de la capital. Entre ellos iban las dos mujeres. Primero vino el examen médico. Luego, uno a uno, los obligaron a tragar los soporíferos. Los comprimidos cumplían un doble propósito: adormecerlos durante las largas horas de carretera y prevenir mareos y vómitos en la travesía marítima que vendría después. Apenas lo ingerían, agentes de la Policía Judicial les ataban las manos con cuerdas. No había resistencia posible. Inmovilizados, los subieron de forma ordenada a cinco autobuses.

Cada media hora salía un camión con sus pasajeros en ropa de paisano, la mayoría campesinos, tocados por sombreros. Trece policías preventivos armados con rifles y pistolas reglamentarias viajaban dentro de cada autobús. Dos patrullas escoltaban a cada uno de los vehículos. Así, en convoy, iniciaron el recorrido hacia el puerto de Mazatlán, Sinaloa.

Los autobuses llegaron al puerto sinaloense en la madrugada. Allí los esperaban funcionarios de la Secretaría de Gobernación, quienes tomaron el control del operativo. El traslado final a las Islas Marías se haría por mar, en embarcación oficial. Ninguna fotografía se permitió en este punto.

No había rejas en el destino, les habían dicho. Había trabajo en hilados, en tejidos, en salinas. Había posibilidad de salario y de vivienda. Y, en casos excepcionales como el de las dos mujeres, la posibilidad de que los hijos los alcanzaran. Fue un viaje cargado de incertidumbre. Y en esa oscuridad del destino, el castigo no terminaba: simplemente cambiaba de paisaje.

Policía política

En ese México de 1980, la Dirección Federal de Seguridad —la policía política dependiente de la Secretaría de Gobernación— mantenía una vigilancia estrecha sobre cualquier indicio de organización armada o disidencia que pudiera amenazar el orden establecido. Su intervención en Michoacán se hizo visible con la captura de tres personas que fueron señaladas como vinculadas al Movimiento de Acción Revolucionaria (MAR), grupo clandestino que desde finales de la década anterior combinaba acciones de propaganda armada con delitos de alto impacto económico.

La detención de un hombre de 31 años, señalado como cabecilla, ocurrió tras el asalto a la sucursal de Banca Serfín en Ario de Rosales, el 28 de julio de 1980. A partir de esa aprehensión, agentes federales tomaron el control de las indagatorias. En los días siguientes localizaron e interceptaron en Morelia a dos jóvenes: un estudiante de preparatoria, y un ex normalista de 21 y 23 años, respectivamente. Los tres reconocieron ante los interrogatorios su militancia en el MAR. El hombre de 31 años afirmó haber pertenecido al grupo desde hacía una década y haber recibido adiestramiento guerrillero en Corea del Norte.

Las autoridades aseguraron que las confesiones permitieron conectar a los detenidos con al menos cuatro acciones delictivas.

El 17 de julio de 1979, cuatro sujetos con rostros cubiertos ingresaron al Convento de San Agustín en Morelia descendiendo por una cuerda al patio interior; amenazaron de muerte a los religiosos, los golpearon y sustrajeron dinero en efectivo, televisores, relojes, calculadoras y máquinas de escribir por un valor aproximado de 100 mil pesos. El fraile Felipe Zavala Villagómez escapó y alertó a la policía, pero los asaltantes ya habían huido. Los detenidos declararon que el botín serviría para apoyar a los guerrilleros nicaragüenses que combatían contra la dictadura somocista. Los objetos robados fueron empeñados después a un usurero por 25 mil pesos. Estos y otros hechos similares —como el asalto a la sucursal Banamex en Felipe Carrillo Puerto en diciembre de 1978, con un botín de un millón de pesos que, según declaración del hombre de 31 años, se destinó a financiar sindicatos en huelga, organizaciones marxistas y la subsistencia del movimiento. Así como el robo de 700 mil pesos en diciembre de 1979 al campamento de la constructora ICA en la ranchería Tizupan, municipio de Aquila.

Efrén Contreras Vallejo, Procurador de Justicia, precisó que los delitos imputados —robo, asalto y asociación delictuosa— correspondían al fuero común, por lo que los tres serían consignados ante jueces locales.

En esa detención, la Dirección Federal de Seguridad buscaba desarticular una célula del MAR, mientras los tres hombres permanecían en los separos, la maquinaria de la policía política seguía girando, rastreando nombres y domicilios en otras ciudades.

Vida cotidiana

En tanto en los pasillos del Congreso se cerraban ciclos políticos y en los separos de la Procuraduría se interrogaba a los detenidos, Morelia seguía respirando por otros conductos. La ciudad no se detenía.

El miércoles 20 de agosto de 1980, el Teatro Ocampo abrió sus puertas al mimo belga Frederik, presentado por FONAPAS-Michoacán, presidido por la señora Luz Alou de Torres Manzo. El espectáculo de teatro mímico, anunciado como “humor magnífico, moderno y brillante”, multisensorial, llegó a las ocho y media de la noche. En el escenario, Frederik desplegaba su arte sin palabras: gestos precisos, silencios cargados, muecas que provocaban risas inmediatas y aplausos sostenidos. Por una hora y media, la sala se convirtió en un refugio donde no se hablaba de política, ni de reos, ni de informes de gobierno. Solo existían el cuerpo del artista, la luz, el silencio y la complicidad colectiva que genera la risa.

Dos días antes, el mismo Teatro Ocampo —pero ahora bajo la iniciativa del empresario Fernando Figaredo— había sido testigo de otro tipo de celebración. La comedia ligera “Sé infiel y no mires con quién”, de Ray Cooney, dirigida por Manolo García, protagonizada por Pompín Iglesias, Javier Marc, Lucy Gallardo, entre otros actores, alcanzó un éxito rotundo. La obra mantuvo a la sala en carcajadas continuas. El público, puesto de pie al final, ovacionó largamente.

En las noches, el Bar “Il Sorpasso” del Hotel Motor Inn Villa Capri ofrecía otra válvula de escape más íntima. Desde las ocho de la noche, de lunes a sábado, el cantante René interpretaba boleros de Álvaro Carrillo y Agustín Lara, acompañado al órgano por Ernesto. El lugar se llenaba de parejas y solitarios que buscaban en las letras melancólicas un contrapunto a la agitación del día.

En medio de un agosto cargado de tensiones —traslados penales, detenciones guerrilleras, el final de un sexenio—, la ciudad se permitía estos respiros.

Transición política

Torres Manzo bajó del estrado en su último informe, entregó el poder estatal a Cuauhtémoc Cárdenas. Una transición dentro del mismo campo partidista.

Mientras tanto, en un archipiélago perdido del océano Pacífico, lejos de las cámaras y los reflectores, las dos mujeres presas ya habían llegado a las Islas Marías. Atadas en Morelia, sedadas en la carretera, entregadas en Mazatlán, ahora caminaban por el mismo terreno que sus maridos: sin rejas, sí, pero con el peso de la condena intacto. Tejían hilados, procesaban sal, cobraban un salario que alcanzaba para lo básico. Si las autoridades lo permitían, sus hijos llegarían pronto a completar el cuadro. No era libertad. Era la versión insular del encierro: un castigo que se disfrazaba de oportunidad, donde el mar mismo se encarga de recordar que no hay salidas fáciles.

El autor editó “Rolando”, novela de Rafael Flores, Morelia, 2018.

Fuentes

Mario Reyes Mondragón, La Voz de Michoacán del 14 de agosto de 1980.

Salvador Fuentes Salinas, La Voz de Michoacán del 5 y 31 de agosto de 1980.

Cfr. Verónica Oikión Solano y Marta Eugenia García Ugarte (eds.), “Movimientos armados en México, siglo XX”, Zamora, El Colegio de Michoacán / CIESAS, 3 tt., 2006.

Cfr. José Revueltas, “Los muros de agua”, ERA, ISBN: 978-607-445-375-1.